Por Nerea Azkona
Cuando estudiamos un idioma estamos obligados a participar
en el mismo espacio y tiempo con un grupo de personas con las
que, en muchas ocasiones, no tenemos nada en común. Pero no sólo compartimos
tiempo y espacio, también conversaciones
y por supuesto opiniones, sugerencias, posibles soluciones e ideas (muchas de ellas de bombero, pero eso es otro tema).
Hoy he mirado el informe de las horas que he ido a lo largo
de mi vida a algún euskaltegi (tipo de academia en la que se estudia euskera). Sin
duda, son más de las que he invertido para pensar, hacer, escribir y corregir
mi tesis. Y las que me quedan… Pero hoy el tema no es ese (aunque bien daría
para un post o para una terapia psicoanalítica buscando las neurosis
relacionadas con dicha práctica…).
Queda sólo una semana para examinarnos. Con este grupo en
concreto llevo desde octubre más de
cuatro horas al día juntos. Es decir, durante este último año mis
compañeros y compañeras han sido las personas con las que más he hablado de
todo tipo de temas, incluidos algunos de los que nunca se me habría ocurrido
hablar con nadie de manera natural.
Pero, ¿qué sucede cuando una nos relacionamos una media de
cuatro horas al día un grupo de personas con todo tipo de perfil personal y
laboral?
No sólo me estoy refiriendo a la experiencia de este último
año. Desde 2002 he coincidido con muchísimas personas. Con algunas he hecho
amistad (y muy buena) y con otras he discutido a muerte en conversaciones tremendamente
frustrantes, ya que hacerme entender en un idioma que no domino es una de las
peores sensaciones que he vivido en cualquier tipo de academia.
Cuando estudiamos un idioma hay que trabajar la competencia
oral y escrita, además de la gramática y el vocabulario. Tanto en el examen de
la competencia escrita como en la de
la oral, a la hora de su preparación
en los centros, salen a colación un montón de temas que hay que ir tratando a lo largo del curso (normalmente controvertidos para que la gente tenga
algo que decir). Por ejemplo: tipos de familias, la inmigración, el papel de
las mujeres en el mundo laboral y familiar, el aborto o la eutanasia.
Pues bien, no se aceptan opiniones racistas, homófobas ni machistas. Normal, ¿no? Pues sí, debería ser
así, pero en mi experiencia en diversos euskaltegis a lo largo de mi vida en ocasiones
me he sentido como un bicho raro que tenía opiniones raras, y lo peor de todo,
me he ganado la fama de “gresquera”,
extremista y loca al intentar defender opiniones cercanas a la igualdad, la
interculturalidad, el respeto a cualquier inclinación sexual o el derecho a
decidir sobre nuestro propio cuerpo.
¿Y por qué? Pues porque cuando oigo comentarios en voz alta
en momentos dedicados a la conversación grupal tengo que oír cosas como: “los
inmigrantes tienen más derechos que nosotros” o “las mujeres no están en
puestos de responsabilidad porque igual no quieren ascender” o “es normal que a
las mujeres se les toque el culo un sábado”, entre otras lindezas.
En muchos casos no entro al trapo, ya que es muy difícil
hacer entender a una persona (en un idioma que no es el de ninguna de las dos)
que sus opiniones están basadas en estereotipos,
prejuicios o rumores y que en general habla a partir de topicazos que podrían ser desmontados en un momento por una persona
con un mínimo de bagaje y de sensibilidad en temas sociales. Y no estoy
hablando de personas dedicadas a la academia. Me refiero a personas con un
mínimo de civismo.
Y claro, cada vez que algún compañero o compañera suelta
alguna de estas perlitas el resto de la clase mira hacia mi rincón esperando
una reacción. El problema es que en algunas ocasiones hay personas que están
deseando que reaccione a dichos comentarios y me siento un poco mono de feria o perro de presa. ¡Y no me gusta mi rol!
Si dejo pasar los comentarios me da ardor de estómago y si
respondo me ponen la típica cara de "ya está la tía esta con sus
investigaciones y sus chorradas”, además de la frustración que produce intentar
hacer ver una realidad que conozco para que me traten de iluminada.
En definitiva, no sé cuántos años de euskera me quedan en mi
vida (y los de inglés, en los que pasa más de lo mismo) pero a estas alturas
del cuento sé decir perfectamente la siguientes frases: “el género es una construcción social”, “eso es cultural no biológico”, “¿y los derechos humanos?”, “violencia estructural y sistémica”,
“¿qué es lo normal?” y así una serie
de frases, que dependiendo del tema a debatir, uso al cabo de la semana más de
seis o siete veces.
Miedo me da el tema que nos pondrán en el examen oral y la
reacción del o la compañera con la que me toque tener una discusión, ya que el
hecho de que no sean admisibles las actitudes y comentarios acabados en “istas”
no me produce ningún consuelo, porque con un “pero” y hacer una frase
subordinada se soluciona.